Un tastet de.. ‘El efecto Marcus’ de Jussi Adler-Olsen

L’escriptor danès publica el cinquè lliurament de la sèrie Departamento Q.

portada EL EFECTO MARCUS - copia

Jussi Adler-Olsen i segueix les petjades d’autors con Mankell i Larsson  per oferir-nos una sèrie de novel·les  negres marcades per la denuncia social i la crítica de la societat actual.

Les seves novel·les han estat tot un èxit  a Dinamarca i Alemanya. Ha estat guardonat amb nombrosos premis literaris, entre ells el prestigiós Premi Glass Key a la millor novel·la policíaca del 2010 i De Gyldne Laurbær, el més important guardó literari de Dinamarca.

Jussi Adler-Olsen ha publicat sis novel·les, però l’èxit internacional i també al seu país va arribar amb  la sèrie El departamento Q. Protagonitzades pel cap del departament Carl Mork , aquest s’haurà d’encarregar de resoldre els casos no resolts per la justícia anys enrere.   Carl Mork  per dur a terme les seves investigacions estarà a acompanyat, per  Assad, el  seu peculiar assistent d’origen sirià que demostrarà en tot moment la seva intel·ligència.

L’Illa dels Llibres, gràcies a l”editorial Maeva us ofereix el primer capítol de la nova novel·la.

Prólogo
Otoño de 2008

La última mañana de la vida de Louis Fon fue dulce como un susurro. Se levantó del camastro con los ojos cargados de sueño y con
la mente embotada, dio unas palmadas a la pequeña que le había acariciado la mejilla, le quitó los mocos de la punta de la nariz morena y después metió los pies en las chancletas sobre el suelo embarrado.

Se enderezó, entornó los ojos y miró la estancia bañada por el sol, entre el cacareo de gallinas y los gritos lejanos de los chicos que cortaban racimos de plátanos de los árboles. Qué apacible, pensó, inhalando el olor a especias del poblado. Solo los cánticos de los pigmeos baka en torno a la fogata,al otro lado del río, lo deleitaban más que aquel olor. Como siempre, era agradable volver al territorio Dja y al remoto poblado bantú de Somolomo.

Tras la choza, los niños se revolcaban por el suelo, haciendo que el polvo de tierra roja se arremolinara, y sus voces estridentes provocaban que bandadas de pájaros tejedores alzaran el vuelo de las copas de los árboles.

EFECTO_MARCUS_PORTADASe levantó hacia la ventana iluminada, apoyó los codos en el alféizar y sonrió a la madre de la niña, que estaba junto a la choza de enfrente, cortando la cabeza a una gallina para la cena.
Después de aquel momento, Louis ya no volvió a sonreír.
A unos doscientos metros aparecieron el hombre nervudo y su guía por la pista junto al platanar, augurando desgracias desde el primer momento. La figura musculosa de Mbomo la conocía de Yaoundé, pero nunca había visto al hombre blanco de pelo clarísimo.

–¿Por qué ha venido Mbomo? ¿Y quién lo acompaña? –gritó a la madre de la niña.
Esta alzó los hombros. En el lindero de la selva no era extraño ver a turistas, así que ¿por qué había de preocuparse? Habría pasado cuatro o cinco días con los bakas en el enorme caos de la jungla de Dja; esa solía ser la razón, ¿no? Al menos, si se trataba de un europeo con la cartera llena.

Pero Louis presentía algo más, lo notaba por la seriedad y la confianza que había entre los dos hombres. No, pasaba algo extraño.
El blanco no era turista, y Mbomo no aparecía en aquel distrito sin haber informado antes a Louis. Al fin y al cabo él era el jefe del proyecto danés de ayuda al desarrollo, y Mbomo no era más que el chico de los recados de los funcionarios de Yaoundé.

Así era el juego. ¿Estarían tramando algo los que venían por la pista, algo que no querían decirle? No era difícil imaginarlo. Estaban pasando demasiadas cosas extrañas con aquel proyecto. Los trámites iban a paso de tortuga, el flujo de información casi se había estancado, los pagos se retrasaban cada vez más, o dejaban de llegar. No era  eso lo que le habían prometido cuando lo contrataron.

Louis sacudió la cabeza. Era bantú y procedía del extremo opuesto de Camerún, a cientos de kilómetros al noroeste del poblado en que se encontraba ahora, en la frontera con el Congo.

En su región la desconfianza hacia todo y todos venía con la Leche materna, y era tal vez la razón más importante de que Louis consagrara su vida a trabajar para los plácidos bakas, los pigmeos de la  jungla de Dja. Eran personas cuyo profundo rastro se remontaba hasta los tiempos en que brotó la jungla. Personas para quienes  las palabras feas como desconfianza ni siquiera existían.

Para Louis, aquellas criaturas encantadoras eran auténticos oasis de buenos sentimientos hacia la humanidad en aquel mundo maldito. Desde luego, el vínculo con los bakas y aquella comarca era el elixir vital y el consuelo de Louis, y sin embargo  ahora surgía aquella insidiosa sospecha de maldad.

¿Podría liberarse de ella alguna vez? Encontró el todoterreno de Mbomo aparcado tras la tercera hilera de chozas, con el chofer, vestido con una camiseta de fútbol sudada, profundamente dormido al volante.

–¿Me busca Mbomo, Silou? –preguntó al negro macizo, que se desperezó, tratando de averiguar dónde diablos estaba.

El chofer sacudió la cabeza. Por lo visto, no tenía ni idea de qué hablaba Louis.

–¿Quién es el blanco que está con Mbomo? ¿Lo conoces? –siguió preguntando.
El hombre bostezó.
–¿Es francés?
–No –respondió el chofer, encogiéndose de hombros–. Sí que habla algo de francés, pero creo que es de más al norte.
–Ya veo. Sintió inquietud en el estómago.  –¿Podría ser danés?
El chofer dirigió el dedo índice hacia él.
Bingo.
Así que era eso. A Louis no le gustó nada. Cuando Louis no estaba luchando por el futuro de los pigmeos, lo hacía en favor de los animales del bosque. En cada poblado en torno a la jungla de los pigmeos pululaban jóvenes bantús armados, y todos los días decenas de mandriles y antílopes constituían el botín de los cazadores furtivos.

Pero aunque las relaciones entre Louis y los cazadores furtivos eran algo tensas, no tenía inconveniente en aceptar un viaje a través de la jungla en el asiento trasero de una de las motos de aquellos cabrones. Tres kilómetros por pistas estrechas hasta la aldea de los baka en solo seis minutos; ¿quién podía negarse, cuando el tiempo apremiaba? En cuanto aparecieron las chozas de adobe, Louis supo lo que había ocurrido, porque solo salieron a recibirlo los ninos más pequeños y unos perros ladrando de hambre.

Encontró al jefe del poblado tumbado en un lecho de hojas de palma, apestando a alcohol. En torno a un semiinconsciente  Mulungo, bolsas de whisky vacías iguales que las que te ofrecían al otro lado del río. No había duda de que la bacanal había durado  toda la noche y, a juzgar por el silencio, tampoco había duda de que casi todos los habitantes de la aldea habían participado en ella.

Miró en el interior de las atiborradas chozas de palma y solo encontró a unos pocos adultos que estuvieran en condiciones  de devolverle, aturdidos, el saludo con la cabeza.

Así es como se consigue que los indígenas se sometan y se callen, pensó. Bastaba darles alcohol y drogas para tenerlos controlados.
Exactamente así. Luego regresó a la choza, que apestaba a moho, y dio un buen golpe al jefe en el costado; el cuerpo nervudo de Mulungo se sobresaltó, y la sonrisa de disculpa desveló unos dientes puntiagudos.

Pero Louis no iba a calmarse así como así. Señaló las bolsas de whisky vacías.

–¿Por qué os han dado dinero, Mulungo? –preguntó.
El jefe de los bakas alzó la cabeza y se encogió de hombros. La expresión «por qué» no se empleaba mucho allí, en la jungla.
–Os lo ha dado Mbomo, ¿verdad? ¿Cuánto os ha dado?
–¡Diez mil francos! –fue la respuesta. Porque a los bakas les encantaban las cifras exactas, sobre todo cuando eran tan exorbitantes.

Louis asintió en silencio. ¿Por qué hacía eso el jodido de Mbomo?
–Diez mil, vale –convino–. ¿Y cada cuánto tiempo os paga Mbomo?

Mulungo volvió a encogerse de hombros. La noción del tiempo tampoco era el fuerte de los bakas.incondicional jussi

–Veo que no habéis plantado los nuevos cultivos, como debíais. ¿Por qué?
–El dinero no ha llegado, Louis, ya lo sabes.
–¿Que no ha llegado, Mulungo? He visto con mis propios ojos el comprobante de la transferencia. Lo enviaron hace más de un mes.
¿Qué había pasado? Era ya la tercera vez que los comprobantes no coincidían con la realidad.
Louis levantó la cabeza. Tras el canto estridente de las cigarras se distinguían sonidos extraños. Por lo que oía, debía de ser una moto pequeña.

Apostaría a que Mbomo estaba ya de camino. Tal vez viniera a explicar la situación como es debido; eso esperaba.
Miró alrededor, en todas direcciones. Sí, allí pasaba algo sumamente raro, incluso muy raro; pero todo se arreglaría. Porque aunque Mbomo le sacaba una cabeza a Louis y tenía los brazos de un gorila, este no lo temía.

Como los bakas no podían responder las preguntas de Louis, tendría que hacerlo el fortachón: ¿por qué había ido? ¿Dónde estaba el dinero? ¿Por qué no habían plantado los cultivos?

Y ¿quién era el hombre blanco que acompañaba a Mbomo? Eso era lo que quería saber. Así que se plantó en medio de la plaza a esperar, mientras la nube de polvo que se alzaba por encima de la humeante espesura se acercaba poco a poco a las chozas.

Louis quería dirigirse a Mbomo antes de que se apeara de la moto, extender los brazos hacia él y enfrentarlo a la acusación.
Iba a amenazarlo con la hoguera y con desenmascararlo. Decirle sin tapujos que si había desviado los fondos que correspondían a los bakas para asegurar que pudieran seguir viviendo en la jungla, lo único que iba a conseguir era una buena temporada a la sombra en la cárcel de Kondengui.

El mero nombre debería dar miedo a cualquiera. Luego el estruendo de la moto tapó el canto de las cigarras. En cuanto la Kawasaki salió de los matorrales y entró en la plaza tocando la bocina sin parar, Louis observó la pesada caja del portaequipajes, y también que a los pocos segundos las Chozas de alrededor cobraban vida. Rostros somnolientos se asomaban a las puertas, y los hombres más ágiles salían como si el leve chapoteo de la caja de la moto fuera el anuncio divino de la llegada del diluvio universal.

Mbomo fue entregando bolsas de whisky entre las numerosas manos extendidas, y luego se quedó mirando a Louis con aire amenazador.  Louis supo en aquel momento en qué situación se encontraba.

El machete colgado a la espalda de Mbomo lo decía todo. Si no se iba de allí, iba a usarlo contra él. No podía contar con ninguna ayuda de los pigmeos dado el estado en que se encontraban.

–¡Y todavía hay más! –gritó Mbomo, echando al suelo el resto de bolsas de whisky, a la vez que giraba el cuerpo hacia Louis. Mientras Louis, por instinto, echaba a correr, oyó por detrás los gritos regocijados de los bakas. Como me agarre Mbomo, se acabó, pensó, mientras buscaba con la mirada aberturas en la espesura verde o algún apero que hubieran dejado los bakas.

Cualquier cosa que pudiera usar contra aquel maromo. Louis era ágil, mucho más elástico que Mbomo, que había pasado toda la vida en Douala y Yaoundé, y no había aprendido a tener cuidado con el entramado de raíces del suelo del bosque y con los agujeros y baches traidores. Por eso se sintió en terreno seguro cuando las pesadas zancadas que lo seguían se fueron amortiguando y los senderos laterales que bajaban hacia el río se abrieron en ramificaciones interminables.

Se trataba de llegar a uno de los troncos ahuecados antes que Mbomo. Si conseguía pasar primero el río, estaría seguro. Los habitantes de Somolomo lo protegerían. Un olor acre y húmedo flotaba entre la maleza marrón verdosa como una brisa, y un guía experimentado como Louis sabía lo que eso significaba. Solo faltan cien metros para llegar al río, pensó, pero al segundo siguiente se hundió hasta la rodilla en un cenagal.

Estuvo un momento agitando los brazos en el aire. Si no se agarraba a la vegetación, el barro se lo tragaría en un santiamén. Y si tardaba en salir de allí, llegaría Mbomo. Sus pesados passos sonaban ya demasiado cerca.

Llenó de aire los pulmones, apretó los labios y estiró el torso tanto que le crujió la espalda. Arrancó varias ramitas, y sus hojas cayeron sobre sus ojos abiertos como platos. Solo tardó quince segundos en agarrarse bien, tirar y liberarse, pero fue demasiado tarde. Se oyó un ruido sibilante en la espesura; el machetazo vino desde atrás y golpeó un omoplato de Louis. Muy rápido, abrasador.

Louis, por instinto, se concentró en no caerse. Por eso pudo salir del fango, mientras las maldiciones de Mbomo se elevaban por encima de las copas de los árboles. También él estaba atrapado en el cenagal.

Hasta llegar al río, Louis no se dio cuenta de la gravedad de la herida, ni de que tenía la camisa pegada a la espalda. Se desplomó junto a la orilla, exhausto. En aquel instante, Louis Fon supo que iba a morir.

Y mientras su cuerpo caía hacia delante y la fina gravilla de la ribera del río se fundía con su cabello, sacó como pudo el móvil del bolsillo y apretó el icono que decía «mensajes».

Cada golpe de tecla iba seguido de un latido febril que bombeaba al exterior la sangre de su cuerpo, y cuando terminó de escribir y pulsó «enviar», vio entre brumas que no había cobertura.

Lo último que percibió Louis Fon fue el movimiento de pesados pasos acercándose. Y luego, que le quitaban con suavidad el móvil de la mano.

Mbomo Ziem estaba satisfecho. El traqueteo del todoterreno sobre la pista de gravilla rojo oscuro llena de socavones que atravesaba la jungla hasta el cruce con la carretera principal hacia Yaoundé terminaría pronto, y gracias a Dios el hombre que lo acompañaba había evitado comentar los sucesos. Todo iba como debía ser. El cadáver de Louis Fon lo había empujado hasta el río; la corriente y los cocodrilos se encargarían del resto.

En resumidas cuentas, el curso de los acontecimientos era satisfactorio. La única persona que representaba una amenaza para lo que se traían entre manos estaba eliminada, y el futuro brillaba una vez más esperanzador en la lejanía. Misión cumplida, como solía decirse.

Mbomo miró el teléfono móvil que había arrebatado a un Louis moribundo. Unos pocos francos para una nueva tarjeta SIM, que no podía costar mucho, y ya tenía regalo de cumpleaños para su hijo.
Y mientras imaginaba, satisfecho, el rostro de su hijo cuando se lo regalara, se encendió la pantalla del móvil para comunicar que volvía a haber cobertura. A los pocos segundos, un discreto pitido comunicó que se había enviado un sms.